El femicida uruguayo que se proclamó ‘mártir’ y conmocionó a dos países.

El Mártir de la Barbarie: La Frase que Desnudó la Mente del Femicida Uruguayo que Aterró a Argentina

“Hay que venerarlo; es un mártir”. La frase, seca y desprovista de emoción aparente, fue lanzada al enjambre de micrófonos y cámaras que lo rodeaban. Quien hablaba era Pablo Rodríguez Laurta, un hombre de nacionalidad uruguaya, mientras descendía esposado de una camioneta policial en Concordia. No era un detenido cualquiera. Sobre sus hombros pesaba la acusación de un doble femicidio en Córdoba, el asesinato de un remisero en Entre Ríos y el secuestro de su propio hijo de cinco años. La declaración, tan críptica como escalofriante, abrió un abismo de interrogantes: ¿era el delirio de una mente quebrada o la primera jugada de una fría estrategia para eludir la justicia?

La conmoción que sacudió a la provincia de Córdoba a mediados de octubre de 2016 tuvo su epicentro en una tranquila casa del barrio Villa Serrana. Allí, la brutalidad se cobró la vida de Luna Giardina, de 26 años, y su madre, Mariel Zamudio, de 54. Ambas fueron asesinadas con una violencia metódica. El principal y único sospechoso tenía nombre, apellido y un vínculo directo con las víctimas: Pablo Rodríguez Laurta, expareja de Luna y padre del pequeño Pedro, de cinco años. Tras cometer los crímenes, Laurta no huyó solo. Se llevó consigo al niño, iniciando una fuga desesperada que puso en vilo a las fuerzas de seguridad de dos provincias argentinas.

La Frialdad del Método

Lo que en un principio parecía un arrebato de violencia machista, con el correr de las horas fue revelando una planificación minuciosa. Las autoridades no tardaron en calificar a Laurta como una “verdadera mente criminal metódica”. Lejos de actuar por impulso, cada uno de sus movimientos parecía fríamente calculado. La investigación reconstruyó un itinerario que hablaba de premeditación y no de un rapto de furia.

Para llegar a Córdoba desde Entre Ríos, donde se encontraba, Laurta contrató los servicios de un remisero. Martín Sebastián Palacio, un trabajador de Concordia, aceptó el viaje sin sospechar que sería el último. Su rastro se perdió poco después de iniciar el trayecto. Mientras la policía buscaba al femicida y al niño secuestrado, la familia de Palacio comenzaba su propia pesadilla, denunciando su desaparición.

El plan de Laurta se ejecutó con una precisión macabra. Llegó a la casa de su expareja, consumó el doble femicidio y se llevó al niño. La alerta se disparó, y un operativo cerrojo comenzó a tejerse sobre las principales rutas del país. Los investigadores sabían que su objetivo final era claro: cruzar la frontera y regresar a Uruguay, donde creía que podría desaparecer.

La frialdad del acusado quedó expuesta no solo en los crímenes, sino en los detalles posteriores. El cuerpo de Martín Palacio fue hallado días después en un descampado de Puerto Yeru, una localidad entrerriana. Había sido desmembrado, un acto que buscaba dificultar su identificación y borrar las huellas del asesinato. Sin embargo, un error delató al asesino: en la habitación del hotel de Gualeguaychú donde Laurta fue finalmente capturado, la policía encontró la billetera del remisero. Era la prueba que conectaba de forma irrefutable los tres crímenes.

Un Escape Hacia la Frontera

Gualeguaychú fue la última parada. La ciudad, separada de Fray Bentos apenas por el puente internacional General San Martín, era la puerta de escape. Laurta se registró en un hotel, probablemente esperando el momento oportuno para cruzar el río Uruguay y dejar atrás el horror que había desatado. Pero el cerco ya era demasiado estrecho. Un trabajo coordinado entre las policías de Córdoba y Entre Ríos permitió localizarlo.

El operativo de detención fue rápido y sin resistencia. Dentro de la habitación, junto a él, estaba el pequeño Pedro, sano y salvo físicamente, pero testigo silencioso de una tragedia incomprensible. El rescate del niño fue el único alivio en medio de una historia teñida de sangre. Mientras su padre era trasladado para enfrentar a la justicia, el niño era puesto bajo el cuidado de sus familiares, quienes lo recibieron en medio de un cumpleaños agridulce: cumplía seis años lejos de su madre y su abuela, asesinados por su propio padre.

La captura de Laurta, a pocos kilómetros de la frontera uruguaya, generó un profundo impacto a ambos lados del río. La noticia de que un compatriota era el autor de una masacre de tal magnitud resonó con fuerza en Uruguay, donde el caso fue seguido con una mezcla de estupor e incredulidad.

¿Estrategia o Delirio? El Silencio Roto

Tras su captura, Laurta mantuvo un silencio casi absoluto. Sin embargo, en los traslados judiciales, comenzó a soltar frases calculadas. Antes de su enigmática declaración sobre el «mártir», había dicho a la prensa que todo lo que hizo fue “por justicia”. Una afirmación que, si bien perturbadora, mantenía una cierta lógica interna dentro de su retorcida visión de los hechos.

Pero la frase “Hay que venerarlo; es un mártir” rompió ese esquema. Fue pronunciada con una calma desconcertante, sin un contexto que la explicara. Inmediatamente, los investigadores y los fiscales plantearon dos hipótesis contrapuestas. La primera, y la más temida por las familias de las víctimas, era que se tratara de una estrategia deliberada para ser declarado inimputable. Fingir un desequilibrio mental, una desconexión con la realidad, podría ser su única carta para evitar una condena a prisión perpetua.

La segunda posibilidad es que la frase fuera un reflejo genuino de su estado psicológico, una manifestación de un delirio narcisista o mesiánico, donde él se veía a sí mismo no como un asesino, sino como una figura sacrificial. Esta interpretación chocaba frontalmente con la opinión de los altos mandos policiales, como el ministro de Seguridad de Entre Ríos de aquel entonces, Néstor Roncaglia, quien insistió en que sus acciones demostraban plena conciencia y una capacidad de planificación que descartaba el impulso irracional.

La justicia argentina se enfrentaba así a un doble desafío: probar la culpabilidad de Laurta en los tres asesinatos y, al mismo tiempo, desentrañar el laberinto de su psiquis para determinar si era un hombre consciente de sus actos o alguien perdido en los confines de la locura.

Las Vidas que Apagó y la que Quedó Rota

Detrás de los titulares y las pericias psiquiátricas, quedaron las historias truncadas. Luna Giardina, una joven madre de 26 años. Mariel Zamudio, su madre, de 54, asesinada por defender a su hija. Martín Palacio, un trabajador que solo cumplía con su labor y se cruzó en el camino de un asesino. Tres vidas apagadas por la misma mano.

Pero la víctima que sobrevive es quizás la que carga con el peso más duradero de la tragedia. El pequeño Pedro, rescatado de la habitación de hotel, fue devuelto al cuidado de su familia materna. La misma familia que había sido diezmada por su padre. Mientras Laurta era trasladado, entre susurros de martirio y cálculos de inimputabilidad, en Córdoba un niño de seis años se aferraba a lo que quedaba de su mundo, un sobreviviente silencioso de la furia que le arrebató todo.

Pablo Rodríguez Laurta esposado policía Concordia

Imagen de Teletipodigital.com

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